Por Gabriel Vázquez
Regresar a la casa de la infancia es un viaje en el tiempo. Las paredes de la casa familiar están llenas de historias.
Me encuentro con la marca ennegrecida de los diplomas, los reconocimientos y las fotos. Descuelgo las más importantes, algunas personas ya no están, otras siguen sumando años y perdiendo pelo.
Los pasillos de la casa cuentan otra parte de la vida, el espacio reducido en el que la pelota rebotaba cuando te castigaban y no podías salir a jugar con los amigos. El espacio que caminabas todas las mañanas arrastrando la mochila, con la misma energía de un preso camino al patíbulo.
Luego está la cocina. Ese era el lugar en el que todo pasaba. El lugar en el que todos se reunían para hacer su parte de la comida: unos el agua de limón –seis limones y dos cucharadas de azúcar en dos litros de agua–; otros calentar las tortillas y alguien más servir los alimentos. Después, la rifa para ver a quién le tocaban los trastes y a quién las ollas; el perdedor luchaba contra la grasa.
El epicentro de reuniones, recetas y decisiones familiares
Sus paredes aún guardan los olores de esos caldos dominicales, de esas enormes ollas de barro donde se cocinaba lentamente el manjar para que los adultos curaran la resaca dominical.
La cocina era el lugar donde la abuela se sentaba a vigilar el proceso de sus platillos con recetas milenarias que nunca compartió.
La cocina era el centro neurálgico de la casa. El lugar en el que, alrededor de un café, se buscaban soluciones a problemas cotidianos y se tomaban decisiones de vida, de carrera y de futuros. La cocina servía de punto de encuentro para los que tenían prisa y para los que apenas despertaban.
Ahí mi madre me prometió que todo estaría bien cuando las cosas se torcieron, ahí mi padre me reclamó mis pésimas calificaciones. Ahí mi cuñado se sentó a hablar con los hermanos, rodeados de cervezas, para pedirnos la mano de mi hermana.
La cocina de esta casa guarda recuerdos que tienen aroma, el dulce sabor de una tarta cumpleañera, el amargo de una despedida cuando el amor se rompe igual que un vaso que se escapa de las manos. El triste sabor de una silla que ya nadie va a ocupar.
En la cocina se definieron futuros, se establecieron compromisos, se rompieron alianzas, se dieron besos a escondidas de los padres.
La cocina de la casa era el lugar en el que se pasaba más tiempo que en el comedor verdadero, ahí había calor de hogar, calor de familia.
Despedida de una cocina que guarda recuerdos aromáticos y emocionales
Abro los cajones y ya no están los cubiertos de plata que mi madre heredó de la abuela y que servían para los grandes eventos. Abro la puerta del horno y ya no está lleno de ollas que nunca se usaron y que acumulaban polvo y grasa de la estufa. Abro los anaqueles y ya no está el Chocomilk ni los Corn Flakes de la infancia, ya no hay sopas Campbells de cuando pasábamos más tiempo solos porque mi madre trabaja todo el día. Abro el refrigerador y ya no hay frutas ni legumbres abandonadas creando ecosistemas, tampoco hay cervezas ni mantequilla.
Cierro la puerta, ya ninguno de nosotros cocinará en esos fogones. La casa está en venta, con todos sus recuerdos, con todos sus olores, con el aroma de las despedidas.