En casa
Por Gabriel Vázquez
Cuando nos casamos, Sofía decidió el diseño de cómo sería nuestro hogar, cada mueble, florero, litografía; cada color en las paredes y cada figura decorativa. El resultado fue una casa digna de portada de revista: amplios espacios y muebles exquisitos, cada detalle era inmaculado y embonaba con el estilo como si hubiera sido específicamente diseñado para ese espacio que habitábamos, yo con mucho cuidado y ella de manera natural.
Todo era tan perfecto como los accesorios que usaba Sofia: los diamantes, la pulsera, el vestido y el collar. Perfecto y sin alma.
Un hogar de revista sin alma
Yo deambulaba por mi nuevo hogar como se camina por los pasillos de una boutique, temiendo romper algo, desacomodar algo, sólo observando y maravillándome del buen gusto, cosa que cualquier persona que venía a nuestra casa hacía, y Sofía respondía guiñando un ojo, como si su buen gusto fuera una casualidad, como si no hubieran horas de planeación en cada detalle, pero en realidad, todo estaba medido milimétricamente.
En mi casa, si podía atreverme a llamarla así, no podía mover un cenicero de lugar —de hecho no podía fumar—. Los ceniceros que existían en la sala sólo eran decoración porque eran de un diseñador italiano que acababa de exponer en México. Durante años tuve que salirme al jardín, al rincón más lejano, para disfrutar mi único vicio, bajo la mirada reprobatoria de mi esposa.
Una noche de revelaciones
Una noche invitó a un grupo de personas —creo que era nuestro aniversario— y ahí apareció Cris. Sofía recibió a los invitados con un vestido negro, collar de perlas y unos tacones que desafiaban cualquier regla de la física, lucía impresionante, tanto como el jarrón chino que había rescatado días antes en una subasta y que brillaba en el centro de la sala.
Cristina, por su parte, iba enfundada en unos jeans y en una blusa de la última gira de Blondie. Yo serví los gin & tonics, y Sofia cuidaba obsesivamente que hubiera un posavasos acompañando cada trago.
Cristina y yo hablamos de muchas cosas esa noche, de cosas más importantes para nosotros que jarrones chinos, de nombres más importantes para nosotros que el de Phillipe Starck o Hella Jongerius. Hablamos de Blondie y de The Smiths, de Saramago y de Tarantino. Hicimos click naturalmente, como el que hacen los Converse con los jeans, y reímos mucho, mientras Sofía atendía con el Manual de Carreño en mano, a los invitados.
Supongo que, Cristina y yo pensamos, sin decirlo, que dos personas que se hacen reír se merecen más que una noche en una casa galería, y ahí empezó todo.
Hoy, meses después de un divorcio tan perfecto como la decoración de nuestra antigua casa, acomodo mis libros en los huacales que Cristina tiene como librero. Estoy en casa.